El significado de los nombres
Una buena mañana de domingo, mientras cotilleaba fotos ajenas en Facebook, me vino a la mente la siguiente idea: el paradigma del etiquetado para los nombres propios introducido por Ruth Barcan Marcus y extendido a los nombres comunes (a los términos de género natural y a los términos de masa) por Saul Kripke y Hillary Putnam debe estar equivocado. Bien, es una idea un poco extraña para que a cualquiera le venga a la mente mientras mira fotografías en Facebook, pero el hecho es que esa fue la idea que me vino. Claro está, yo tengo una tesina sobre el significado de los nombres propios y el paradigma del etiquetado me parece evidentemente erróneo. Cuando escribí y defendí mi tesina, yo no utilizaba Facebook y ni siquiera sabía utilizarlo. Así que el argumento que daré ahora para apoyar la idea que me vino mirando fotos en Facebook no lo puede dar en aquel momento.
En lo que sigue explicaré el paradigma del etiquetado. Aquí seguiré las líneas principales de lo que expuse en mi tesina. Después expondré mi argumento según el cual este paradigma es erróneo. Este argumento se basará en dos pilares: 1) la utilización de etiquetas y 2) las diferencias entre nombrar y etiquetar.
Los nombres son etiquetas
Como siempre ocurre en filosofía, cuando el filósofo A opina que P, aparece el filósofo B que piensa que no-P. Y así surgió el paradigma del etiquetado para los nombres propios. Ruth Barcan Marcus fue la pionera de la lógica modal, es decir, un cálculo lógico que introduce operadores del tipo «necesariamente» y «posiblemente». Y a la lógica modal se opuso de forma rotunda W. v O. Quine, para quien la lógica modal es incompatible con el principio de sustitutividad salva veritate. Este principio dice, en palabras de Quine, lo siguiente: «dado un enunciado de identidad verdadero, uno de sus dos términos puede sustituirse por el otro en cualquier enunciado verdadero y el resultado será siempre verdadero». Lo vemos con un ejemplo. Un enunciado de identidad es un enunciado de este tipo: a = b. La forma de este enunciado en el lenguaje natural es algo como esto:
(1) Lady Di es Diana de Gales.
Bien, (1), como sabemos todos, es verdadero. Y ahora decimos algo como esto otro:
(2) Lady Di murió de noche.
En virtud de la verdad de (1), podemos sustituir «Lady Di» por «Diana de Gales» en (2) y obtenemos
(3) Diana de Gales murió de noche.
Y puesto que (1) y (2) son verdaderos, (3) es verdadero. Esto no se cumple, según Quine, en los enunciados de identidad en los que aparecen operadores modales. Veamos sus famosos ejemplos, adaptados a lo que sabemos hoy (el ejemplo de Quine era con el número de planetas del Sistema Solar, pero hoy sabemos que este es menor que 9):
(4) 8 es necesariamente mayor que 6.
(5) El número de planetas = 8.
(4) y (5) son enunciados verdaderos. Ahora bien, la sustitución en (4) de «8» por «el número de los planetas», en base a (5), da como resultado un enunciado falso:
(6) El número de los planetas es necesariamente mayor que 6.
En efecto, el «necesariamente» quiere decir que el número de los planetas sería mayor que 6 aunque el mundo fuera otro distinto del que es, cuando en realidad podrían haber existido tres planetas o ninguno.
Ruth Barcan, por su parte, defendió a la recién nacida lógica modal. Resulta que los enunciados como (5), a diferencia de enunciados como (1), son enunciados contingentes de identidad, mientras que los otros son necesarios. Que un enunciado de identidad es contingente quiere decir que, tal y como es este mundo, es verdadero, pero si el mundo fuera algo diferente podría ser falso, es más, si en el mundo se dieran ciertas circunstancias que de hecho no se han dado, sería falso. Que un enunciado de identidad es necesario, quiere decir que es verdadero tal y como de hecho es el mundo y que seguiría siéndolo aunque el mundo hubiera sido, o sea en el futuro, de otra manera. (Yo prefiero no postular mundos posibles para definir las nociones de «contingente» y «necesario». Me gusta la más humilde noción de historias posibles del mundo actual).
Llegados a este punto, Ruth Barcan va a lanzar su tesis acerca del papel de los nombres propios para anular los enunciados contingentes de identidad, que son los que no respetan el principio de sustitutividad salva veritate. Sus palabras fueron estas: «Si decidimos que el «lucero vespertino» y «el lucero matutino» son nombres de la misma cosa (…) entonces deben ser intersustituibles en todo contexto. De hecho con frecuencia ocurre, en un lenguaje creciente, en un lenguaje cambiante, que una frase descriptiva viene a usarse como un nombre propio – una etiqueta identificativa – y su significado descriptivo es perdido o ignorado». (La traducción y las cursivas son mías).
Marcus había dicho que los nombres sirven meramente para etiquetar individuos, que son etiquetas identificativas y que, por tanto, no tenían significado descriptivo, tal y como la teoría dominante en filosofía del lenguaje defendía. Y para anular enunciados de identidad contingentes, introdujo esta observación acerca de cómo el utilizar una descripción para referirnos a un individuo, termina por acabar con el contenido de la descripción y convirtiéndola en un nombre propio, una «etiqueta identificativa».
Y esta es la historia de cómo el paradigma de los nombres como etiquetas se introdujo en la filosofía del lenguaje de la segunda mitad del siglo XX. Este punto de vista pronto se volvió dominante.
Etiquetar y nombrar
La principal razón por la que considero que el paradigma del etiquetado es erróneo se reduce a esto: se basa en una mala comprensión de lo que es una etiqueta y de cómo se usan estas. La costumbre es argumentar por la vía del uso de los nombres, pero, ¿qué hay del otro lado de la comparación? Podemos utilizar nombres para etiquetar, por ejemplo en Facebook, pero el uso de etiquetas, en el sentido en que los nombres han sido equiparados con ellas, presupone el uso de nombres. El etiquetar no es equiparable al nombrar, en todo caso presupone al nombrar. Es más, una manera en que usamos los nombres de los objetos es para etiquetarlos y reducir el papel de los nombres al etiquetado es reducir todos sus usos a uno de ellos. Además, es en muy determinados contextos en los que los nombres de los objetos se utilizan para etiquetar a estos. Se utilizan así, parafraseando al segundo Wittgenstein, en ciertas zonas suburbiales de nuestro lenguaje.
De hecho, los fines y las circunstancias, los contextos, en los que los nombres son utilizados para etiquetar, como se ve de forma evidente en la imagen, distan mucho de la mayoría de usos habituales de un nombre. El objetivo de una etiqueta es que los hablantes que saben leer sepan cómo se llama la cosa etiquetada (o cuál es su valor, su peso, etc.) y, en Facebook, que las fotos en las que se colocan las etiquetas aparezcan en los perfiles de esas personas y que se sepa qué personas o cosas están relacionadas con el nombre de la etiqueta. Las etiquetas sirven para informar sobre las cosas etiquetadas y se informa de su nombre, su valor, a la temperatura a la que se puede lavar, etc. Y los nombres, en todo caso, son parte de la información que proporciona la etiqueta sobre el objeto etiquetado.
Pero hay que decir más. El uso de nombres para etiquetar es muy aislado, dentro del uso de etiquetas. Es decir, la inmensa mayoría de nuestros usos de etiquetas no conlleva el uso de nombres. Así que nos encontramos con que el uso de los nombres para etiquetar es muy periférico y aislado pero, además, el uso de las etiquetas para nombrar es igualmente aislado, de modo que la comparación es muy deficiente tanto si equiparamos los nombres con las etiquetas, como si equiparamos las etiquetas con los nombres.
Por tanto, la equiparación de los nombres con etiquetas es completamente errónea, pues pasa por alto cómo se usan las etiquetas, qué son estas, cómo se relacionan con los nombres y en qué se diferencian de estos.