Los poderosos
Asegura Francis Bacon en su De la sabiduría egoísta que los hombre poderosos, aquellos situados en puestos importantes, son tres veces sirvientes: primero del soberano o del Estado; después de la fama; y, finalmente, de los propios asuntos con los que tienen que lidiar. Así que no pueden disponer libremente ni de sí mismos, ni de su tiempo, ni de lo que hacen. Es por ello que el pensador británico se sorprende de la búsqueda de poder, que conlleva la pérdida de libertad. Además, tienen que medrar para llegar a tal alto lugar, lo cual es trabajoso y penoso, les lleva media vida llegar hasta allí y otra media mantenerse. Usualmente sólo lo consiguen con indignidades y vileza.
Con estas perspectivas es imposible ser feliz y sólo es a la vista de los demás que lo son, para los que tan sólo es visible su poder y riqueza, pero no toda la inmundicia de su vida diaria que les rodea y les tapa la visión de sí mismos. Y, como aseguraba Séneca, Illi mors gravis incubat, qui notus nimis ómnibus, ignotus moritur sibi («grave cosa es morir siendo muy conocido por todos y desconocido para sí»).
Sin embargo, a pesar de esta visión sombría del poder, que ya data de unos cuatros siglos, seguimos buscando la riqueza y ser poderosos.
Es cierto que los tiempos, desde la diatriba baconiana, han cambiado muchísimo, que el advenimiento del capitalismo ha modificado las estructuras económicas y de poder de la sociedad, pero la querencia de los humanos por el poder sigue siendo la misma. Como sigue siéndolo la frustración del que lo posee, que como aquél Charles Foster Kane representado por Orson Welles que a pesar de tener el mundo a sus pies lo hubiera cambiado todo por un juguete de la infancia.
Quizás, a los que nos sigáis habitualmente, os recuerde esta situación a las palabras de Schopenhauer, cuando aseguraba que la vida oscila entre el dolor por lo que se quiere, y el tedio que nos produce lo que se tiene. Es el deseo de lo que no se posee, sea esto lo que sea, lo que definiría nuestras vidas. De ahí de las corrientes filosóficas, como el estoicismo, nos impele a no desear nada, para así no sufrir. Pero si el deseo es lo que nos define como humanos, pedir que no deseemos es lo mismo que pedirnos que dejemos de ser humanos.
Mientras sigamos siendo humanos, seguiremos amando y odiando, y sufriendo, claro. Pero sería bueno seguir el consejo de Séneca y no descubrirnos ante el espejo, preguntándonos quién demonios es eso que vemos en el reflejo, si no es más que un extraño al que no conocemos.
Para algunos estas reflexiones no son más que patéticas excusas de los que carecen de poder y riqueza, para sentirse mejor consigo mismos rebajando a los que están por encima de ellos. Tal vez tengan razón, aunque no parecen reflexiones que estén fuera de lugar. Al final, no puedo evitar que me venga a la cabeza una palabra, sólo una pero brutalmente elocuente: Rosebud
Imagen: humanite-en-espanol.com