Cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿o no?
El mundo que nos toca vivir es tal que nos deshumaniza. Nos convierte en poco más objetos, en medios para saciar al sistema que rige nuestras vidas. El dinero todo lo mueve y por él se hace todo. La mayor parte de la población mundial vive en la indigencia y muere de hambre y enfermedades curables. Sus muertes serían evitables solamente con algo menos de codicia, con algo menos de desigualdad. Las hambrunas no se suceden por falta de alimentos sino, como bien apunta el economista indio Amartya Sen, porque su distribución es sumamente deficiente. Hay comida pero no llega.
¿Y qué decir del ciudadano contemporáneo? Ese que vive recluido en la tecnología, rodeado de gadgets que le aíslan del mundo de verdad para transportarlo al virtual, cuya materia constitutiva es la mentira. Los núcleos urbanos cada vez más amplios se convierten en aislantes, convirtiéndonos en una suerte de mónadas anhelantes. Seres egoístas incapaces de amar a nadie más que a sí mismos, impacientes irresolutos que necesitan ahora todo lo que se les antoje, puesto que mañana tendrán otros deseos y, en cualquier caso, sería demasiado tiempo de espera.
Por no hablar de la familia del siglo XXI, desestructurada, con la televisión e internet como progenitores practicantes ante la ausencia de los verdaderos.
En definitiva, cualquier tiempo pasado fue mejor, ¿verdad?
Tendemos a transportarnos a un pasado idílico ante lo que no nos gusta del presente. Idílico porque solamente se fija la visión en una parte, en la que nos trae buenos recuerdos, obviando todo lo demás. Por eso podemos hablar de pérdida de valores, como si en el pasado existieran solamente valores buenos y que los que existiesen estuvieran completamente fijados. Evidentemente hay valores que conviene que se pierdan, como aquellos que logran que se defienda la esclavitud, el racismo, el machismo, etc. Pero no, claro, no nos referimos a esos.
Pessoa —el gran poeta luso— aseguraba que su única etapa feliz fue la niñez, hablaba de ella como un paraíso perdido. Y así tendemos a actuar cuando pronunciamos frases tales como la de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y sin necesidad de proferirlas, es suficiente con que nuestro discurso esté trufado de añoranzas del pasado, modificándolo lo necesario para que lo podamos añorar sin remordimientos, claro.
Aunque podemos rastrear otro motivo, gracias también a un poeta, el español Jorge Manrique, que cantaba a su padre, a su muerte:
Es el recuerdo del placer pretérito, ese que sabemos que no volverá —como la niñez de Pessoa—, que al hacernos sufrir en el presente nos hace sentir que cualquiera tiempo pasado fue mejor.
El dolor presente y la idealización del pasado es lo que nos hace pensar y creer, cuando lo hace, que venimos de una edad de oro y estamos en decadencia. El presente siempre será decadente, claro.
Imagen: artelista.com