Lo mejor
Plutarco decía que veía más diferencia entre los hombres que entre los animales. Es decir, que la excelencia de un hombre podía infinitamente mayor que la de otro, mientras que entre los animales no habría tal diferencia. La misma excelencia, la que sea, la encontraremos en un león que en un tiburón. O sino la misma, parecida. O sino parecida, mucho más parecida que entre los dos hombres anteriores. A lo que apostillaba Montaigne que él incluso veía más diferencia entre algunos hombre que entre algunos hombres y los animales.
Sin profundizar, podemos estar de acuerdo en que una persona puede ser mucho mejor que otra, por eso la respetamos más o la queremos más. También es usual considerar a personas que son más útiles para la sociedad, que han servido para nuestro progreso y mejoramiento. Que vale un millón de veces más Marie Curie que Pinochet. Tal sería la diferencia que es sonrojante hasta la misma comparación, de suerte que nos podríamos decantar por asegurar que son figurar inconmensurables entre sí, tal es la excelencia de una y la vileza de otro. Asintiendo pues con Plutarco e incluso con Montaigne. Nos puede llegar a la memoria, también, la tan manida cita de Bernard Shaw cuando aseguraba que cuanto más conocía a los hombres más apreciaba a su perro. Aunque para acomodarla a lo dicho aquí habría que decir cuanto más conozco a los hombres no excelentes.
Sin embargo, si profundizamos algo más en las aseveraciones iniciales, y abandonando toda ironía, la idea de que existen personas superiores a otras nos retrotrae a las épocas más oscuras de la humanidad. Porque siendo consecuentes con aquella idea de la excelencia, se puede terminar exigiéndola, se puede terminar buscándola a toda costa, sacrificando a los peores en pos de los mejores, con el fin de que la humanidad sea una raza de seres excelentes, de seres superiores… Y esto no puede más que acabar con la destrucción moral de la propia humanidad.
Así que convivimos con esa tensión de admitir que hay personas mejores que otras, pero con el miedo de que si entramos en determinar qué les hace mejores a unas y peores a otras, terminemos concluyendo que los atributos de los peores conviene erradicarlos, para quedarnos con lo mejor, aunque sea acosta de erradicar a esos individuos etiquetados como peores por sus características.
Quizás convenga dejar la definición de lo que es excelente en el ámbito de lo privado, dedicándose el Estado no a determinar qué es mejor o peor —al margen de unos mínimos para la convivencia— sino a estructurar el espacio público de manera que tanto los peores como los mejores puedan desarrollar sus capacidades, las que sean, trazar y seguir sus propios planes de vida.
De esta forma probablemente seguirá existiendo la tensión pero evitaremos caer bajo el yugo de regímenes atroces como la antigua Esparta, donde se tiraban monte abajo a los bebés considerados no-aptos, inválidos o tarados; o como la no tan antigua Alemania Nazi, de infausto recuerdo.
Imagen: ciclog.blogspot.com.es