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La leyenda del fuego (Parte II)

Publicado por Christian

Ante la negativa de Hefesto a ayudar a nuestro protagonista de hoy, PrometeoEl titán Prometeo con su antorcha de fuego, fingió resignarse, ofreciéndose el vino de su odre con cierto agrado, en el cual había mezclado zumo de adormidera. Se lo ofreció también a los cíclopes (gigantes que ayudaron a Hefesto en su trabajo), y cuando vio que todos estaban medio adormecidos y ebrios por el alcohol, tomó una brasa y la escondió en el puño hueco de su viejo y desgastado bastón. Corrió brincando por la costa rocosa de la isla de Lemnos, y apenas se encontró situado entre los hombres, les exhortó levantar rápidamente una enorme y gigantesca pira de troncos y ramas muy secas.

Se elevó la llama muy alto hasta casi rozar el cielo, cuando el titán hubo echado sobre la leña la simiente del fuego.

Se alegraron por ello todos los hombres que habían sufrido durante largo tiempo tantas penurias, pero Zeus, que lo había observado desde lo alto, decidió condenar a una pena horrible a aquel que había desobedecido sus divinas órdenes: lejos, en el Cáucaso, se erguía una roca oscura y negra en un acantilado sobre el mar; la pared era inexpugnable para los mortales. Hefesto, por voluntad de Zeus, tuvo que encadenarlo y trasladarlo allí, pues era culpable de que le hubieran robado el tan ansiado fuego. Lejos de los hombres, confinado en aquellas angustiosas, terribles, y desesperadas soledades, el titán fue condenado a soportar que el Sol ardiente y caluroso le quemase poco a poco las carnes, que el hielo de la fría noche le agarrotara los miembros, que el viento y la lluvia le flagelasen su cuerpo torturado.

Pero no acabó aquí la venganza de Zeus: cada aproximadamente tres días, una enorme águila leonada descendía sobre Prometeo, indefenso, le clavaba las garras en el pecho y hundía su pico en la carne, hasta que llegaba al hígado.

Durante los dos días y las tres noches posteriores, el águila no aparecía y el hígado lacerado podía sanar prodigiosamente y las heridas cerrarse, todo para que, al tercer día, nuevamente el horrible suplicio pudiera dar comienzo.

Los terribles lamentos del titán se extendían por toda la tierra: los dioses y hombres la podían escuchar con horror. Alguno, apiadándose de él, intercedía, pero Zeus, implacable, no escuchaba los ruegos y permanecía indiferente a las exhortaciones y mandatos con que se intentaba conmover su voluntad. Mil años tenía que durar aquel horrible martirio, motivo por el cual todos sabían ya qué castigos esperaban si se atrevían a desobedecer las órdenes del más poderoso de los dioses.

Empero, después de treinta años, Zeus perdonó a Prometeo, mandándolo a Hércules a liberarlo, y a partir de aquel día, fue glorificado en el Olimpo de los dioses, siendo proclamado como benefactor de los hombres.