La leyenda del fuego (Parte I)
El mito griego de Prometeo es, sin duda alguna, uno de los más bellos y significativos, al cual han recurrido cientos de poetas, cada uno de los cuales lo ha interpretado según su propia inspiración.
Hijo del titán Jápeto y de la ninfa marina Clímene, Prometeo fue, en su origen, el dios del fuego, ese mismo que sirve para iluminar, para trabajar los metales con los cuales se pueden hacer armas e instrumentos útiles, y para calentar. Se trataba, entonces, de una divinidad amiga de los hombres, buena, bondadosa, benéfica, a la que, en Grecia, se le habían consagrado numerosos altares. No en vano, en Atenas, por ejemplo, surgió uno en su honor en el barrio de la Academia, además de tener un fuego perennemente encendido, considerado como sagrado. En algunos días determinados, dedicados a los sacrificios de los dioses, los jóvenes de la ciudad encendían varias antorchar en aquel altar, y las llevaban hasta los otros templos para encender los fuegos del sacrificio.
Empero, poco a poco, Prometeo fue perdiendo su importancia (lugar que ocupó Hefesto), y de sus características originariamente principales solamente subsistieron su extraordinaria benevolencia y una relación, cada vez más vaga, con el elemento ígneo.
En la localidad de Mekone, se reunieron antiguamente los dioses y los hombres para decidir de una vez qué partes de los animales sacrificados deberían pertenecer a unos y a otros; evidentemente, y tal y como concenía a los dioses, y a Zeus en especial, éstos elegían primero. Prometeo urdió una estratagema a favor de los hombres, pues, con las peores partes, tales como los cartílagos, las vísceras y los huesos, fueron cubiertas por una capa de grasa, mientras que las mejores partes, fueron envueltas con la piel y las membranas menos apetitosas. Zeus, como era de esperar, y fijándose sólo en la apariencia, escogió aquellas piezas cubierta de grasa.
Sin embargo, mayor fue su cólera cuando comprendió que había sido engañado. Desde ese mismo momento, se desencadenó una ira incontenible y violenta que recayó sobre los seres humanos: se verían privados del fuego para siempre.
Sin este elemento, los días fueron muy tristes para el género humano, pues los hombres, aunque intentaron protegerse de los rigores del invierno refugiándose en las oscuras pero cálidas profundidades de las cavernas, el frío seguía penetrando igualmente en sus huesos. Además, ni si quiera tenían luz cuando el Sol se había puesto, no pudiendo trabajar esos metales tan necesarios para su propia subsistencia.
Con todo ello, fueron poco a poco abandonando los campos, que dejaron sin cultivar. La humanidad vagaba temblorosa y hambrienta en un mundo tenebroso e inhóspito.
En estas angustiosas circunstancias, Prometeo observaba desde lo lejos el destino triste que, por su culpa, habían sufrido los humanos, y quiso, una vez más, encontrar una solución. Después de haber pensado durante largo tiempo, decidió robar el fuego a los dioses y llevarlo a los hombres a cualquier precio, aunque ello significara directamente desafiar la cólera de la divinidad más importante.
Tomó su enorme bastón de empuñadura de delicado bronce, y un odre lleno de vino del Etna, y se dirigió hacia la isla de Lemnos, donde se encontraba el dios Hefesto. Cuando llegó, y se encontró con él, le preguntó por todos los medios acerca de si no sentía pena por las circunstancias terribles que les había tocado vivir a los humanos, comentándole si no sentía piedad, y pidiéndole un poco de su fuego.
– Continuará en la siguiente edición: La leyenda del fuego (Parte II)