Desenmascarando charlatanes: el fraudelósofo
Ayer tuve una conversación en Facebook con un fraudelósofo al que desenmascaré. Llamo fraudelósofo a la persona con formación filosófica, que manifiesta una conducta intelectualmente deshonesta y fraudulenta hacia el conocimiento de otros campos del saber distintos al de la filosofía. Hegel, que hizo una filosofía de la naturaleza sin tener conocimiento alguno de ciencias naturales o sobre la naturaleza misma, fue uno de los últimos grandes fraudelósofos de la historia. Después de él, la comunidad de los filósofos empezó a tomar conciencia de que más valía ser honestos, si es que querían que se les tomara en serio cuando hacían filosofía propiamente dicha.
Resulta que la formación filosófica capacita a cualquiera que la adquiere, en principio, para argumentar bastante bien, es decir, para hacer maravillas con tres o cuatro ideas. Así que es fácil para alguien con este tipo de formación articular un discurso coherente sobre cualquier asunto, incluso aunque desconozca el tema sobre el que habla. Esta habilidad es un arma de doble filo, ya que la persona con formación filosófica corre el riesgo de quedarse solo con su habilidad de construir discursos pegadizos, sin salir de la torre de marfil para informarse sobre aquello sobre lo que pretende filosofar. El diálogo interdisciplinar se pierde y el conocimiento humano, en su aspecto más progresista, queda incapacitado, a la vez que la parte más conservadora de este, el conocimiento acumulado, es cruelmente violada por el grotesco pene pseudointelectual del fraudelósofo.
Para identificar a un fraudelósofo, tal y como yo identifiqué ayer al espécimen al que me he referido al comienzo de esta entrada, es suficiente con informarse sobre el tema del que habla en cada caso. Por ejemplo, si vemos un texto filosófico en el que se utilizan términos jurídicos, podemos saber si estamos ante un fraudelósofo conociendo el contenido de esos términos. El fraudelósofo los utilizará mal porque no se habrá dignado a informarse acerca de cómo se usan. Se habrá conformado con su prejuicio, que es más fácil y le evita la ardua tarea de saber acerca de lo que habla.
Afortunadamente, una de las tareas de la filosofía es desenmascarar a los charlatanes y los fraudelósofos no son más que un tipo específico de charlatán, como el adivino, el sacerdote, el banquero o el vendedor de crecepelos, entre otros muchos.
Pero sigamos con la caracterización del fraudelósofo, en tanto que especie de charlatán. Todo fraudelósofo maneja una noción de filosofía que no necesariamente es siempre la misma, sino que varía de conversación a conversación o de texto a texto o de debate a debate, etc. y que, además, convierte la deshonestidad intelectual, el peor vicio de los que trabajamos con el intelecto, en fundamento de la filosofía misma. Cuando la ignorancia del fraudelósofo se pone de manifiesto, su recurso es decir que él reinventa las palabras o una sandez parecida rodeada de solemnidad. En otras palabras, el fraudelósofo se transforma en Humpy Dumpty y pretende ser él la fuente de la norma lingüística, ignorando que el lenguaje es de todos y que la norma la pone la comunidad de los hablantes. Es una forma de disfrazar su actitud reprochable, la cual se puede formular con estas palabras: «Me la suda que haya todo un campo de conocimiento sobre esta materia, yo lo ignoro y pienso seguir ignorándolo y, además, voy a desarrollar una filosofía en torno al mismo ignorándolo». Casi todos los filósofos muertos posteriores a Hegel se revuelven en su tumba cada vez que un fraudelósofo argumenta.
El fraudelósofo y la metafísica
La metafísica es una de las disciplinas más arduas, serias, fundamentales e importantes que conforman eso que llamamos filosofía. Sin embargo, debido a su carácter eminentemente abstracto y general, da cabida a todos los fraudelósofos, quienes intentan bautizar su propia ignorancia y su charlatanería con el digno nombre de metafísica. Debido a esto, la metafísica es, desde hace siglos, la disciplina más denostada de la denostada filosofía. Esta disciplina intenta construir un mapa amplio y general de la realidad en sus aspectos más fundamentales, en eso consiste, y nada tiene que ver con hablar solemnemente sobre aquello que se ignora.
La actitud de los filósofos hacia la metafísica, sobre todo a partir de Kant y Hume, ha oscilado entre el rechazo de la disciplina (Hume) o el intento de concretarla tanto como sea posible (Kant). Ambas formas de proceder han tenido por objeto evitar la fraudelosofía, aunque ninguno de estos autores fuera consciente de que este era el problema al que se enfrentaban. En el siglo XX el rechazo a la metafísica fue más virulento, aunque se empezó a poner el ojo sobre los fraudelósofos, sin llegar a clasificarse la especie. Fue en esta época cuando Rudolf Carnap identificó a uno de los grandes fraudelósofos de la historia, Herr Martin Heidegger, a quien erróneamente se refirió como «metafísico».
En la actualidad, y desde que el segundo Wittgenstein nos enseñó a observar con suspicacia terapéutica los episodios de reflexión filosófica, la filosofía en general ha dado un gran paso en el camino hacia la extinción del mayor de sus virus internos: el fraudelósofo.