El Mito del Fin del Mundo y la Inmortalidad del Alma
Cíclicamente, en las distintas etapas de la historia, gran parte de la humanidad ha imaginado el Apocalipsis y el fin de los tiempos, cada vez que su necesidad de expiación así se lo exige, interpretándolo como la más espectacular intervención divina; y al mismo tiempo ha intuido la inmortalidad del alma.
No son pocos los que han tenido experiencias sobrehumanas de vivir fuera del cuerpo, viendo, oyendo y sintiendo de la misma manera que si lo tuvieran, pero desde una dimensión más sutil; en situaciones cercanas a la muerte, en sueños, en estados de trance o durante hipnosis.
La descripción más poética y fiel de lo que nos espera después de la muerte fue la de Dante Alighieri en La Divina Comedia, cuyo contenido coincide con muchas narraciones que han trascendido de otras culturas, como la de los antiguos egipcios y de otras civilizaciones con alto nivel de desarrollo.
En la Inglaterra medieval, eran comunes los relatos sobre estas experiencias extracorpóreas, apariciones y la posibilidad para algunos de ponerse en contacto con los muertos. Muchas veces, estos fenómenos tenían un carácter punitivo como consecuencia del mal comportamiento de los vivos y la necesidad de disculparse y hacer las paces con ellos.
Según las creencias religiosas, los actos malignos perpetuarían un sufrimiento en el más allá, semejante al inflingido en este mundo, por siempre, mientras que una vida piadosa permitiría disfrutar de la gloria; en tanto que los que necesitaban purificarse, sus almas tendrían que cumplir una etapa de espera antes de disfrutar de los placeres celestiales.
Un hombre llamado Thurkill, en Essex, Inglaterra, durante la edad media, reportó haber experimentado un fenómeno de vida después de la muerte en el que sintió que se encontraba en una especie de catedral, diferente a todo lo conocido, donde seres endemoniados lo rodearon mientras paredes de fuego amenazaban con consumirlo.
Refirió haberse encontrado con su padre fallecido, que languidecía consumido por su alma ennegrecida, por los sucios negocios realizados durante su vida en la tierra, pero no pudo encontrar a su madre.
En esa época, la gente estaba obsesionada por el Apocalipsis. Todos esperaban el fin y se aferraban a estas historias con la esperanza de seguir viviendo de algún modo.
Desde siempre existió la idea de la comunicación con el otro mundo y la posibilidad de la visita de los muertos a los vivos y el poder de los vivos para ayudarlos en su travesía. Los fantasmas eran presencias comunes en los castillos medievales y se consideraban almas errantes que no podían trascender, generalmente debido a su desaparición prematura por algún acto de injusticia.
Las rutinas de los monjes en los monasterios representaba la lucha del hombre entre el bien y el mal, un combate espiritual contra las tendencia malignas, existentes también dentro de ellos mismos, para encontrar la paz.
La búsqueda de Dios y la lucha contra el diablo ha sido para el hombre una necesidad espiritual; y todas las creencias coinciden en que es menester mantener una vida ordenada y justa, para conseguir la paz en la tierra y tener la posibilidad de la inmortalidad del alma.
La Iglesia católica, durante la edad media era muy poderosa y representaba el mediador entre la tierra y Dios con el poder de liberar al hombre de sus pecados si lograba el arrepentimiento y los monasterios medievales eran los refugios espirituales donde se rechazaban los placeres y se vivía en forma piadosa.
En esa época lo sobrenatural tenía características reales. Satanás simbolizaba el ángel caído con un ejército de demonios capaces de tentar a los humanos en la tierra, seducirlos y destruirlos.
El diablo podía tener distintas formas, algo inusual, inesperado, con la habilidad de apoderarse del alma de los mortales y conducirla a realizar maldades.
Un ejército de ángeles celestiales cercanos a Dios, tenían la misión de proteger y ayudar a los humanos.
En épocas medievales eran muy frecuentes las visiones celestiales portadoras de mensajes de buenaventura o apocalípticos, según las circunstancias.
El hombre es un animal simbólico, según Cassirer; su capacidad de representación lo protege de sus propios demonios y lo libera de la angustia de la existencia.