Obras de arte
Dice Arthur Danto que un buen día de la década de los 60 del siglo XX, entró en una galería de arte, en la que Andy Warhol había expuesto una de sus obras de arte: Brillo Box. Esta consistía en una caja de un detergente de la época. Había pasado de la droguería a una galería de arte. Y, así, pasó de ser una vulgar caja de botellas de detergente a ser una famosísima obra de arte.
Danto, que en aquellos años se dedicaba a estudiar a Frege, se quedó perplejo al ver Brillo Box expuesta en una galería de arte. A partir de este momento, se volcó en la estética, disciplina en la que se ha convertido en una de las principales figuras contemporáneas. Lo que dejó patidifuso al pobre Danto fue que, en realidad, nada había en la caja de brillo expuesta en la galería que no hubiera en las cajas de brillo de la droguería. Así formuló la que para él era la gran pregunta de la filosofía del arte: ¿Cómo puede distinguir el mozo del almacén de una galería de arte entre las obras de arte y otros objetos funcionales?
Para nuestros propósitos, ya hemos hablado suficiente sobre Arthur Danto. Lo que haremos a continuación será lo siguiente: 1) criticar la idea de la esencia del arte a la luz de este planteamiento y 2) contestar a la pregunta que Danto se plantea sobre la base de nuestra perspectiva defendida en otros post, según la cual qué sea una obra de arte es una cuestión convencional.
La esencia del arte: una ilusión metafísica
La estética tradicional buscaba una esencia del arte, es decir, alguna característica común definitoria de las obras de arte, distintiva de ellas y que compartieran todas ellas. Hasta principios del siglo XX la cosa había sido relativamente fácil. El tipo de características elegido para tener en común todas las obras de arte fueron, obviamente, las cualidades estéticas, esto es, las propias de las obras de arte. Sin embargo, a partir del siglo XX parece complicado encontrar alguna cualidad estética común a Brillo Box y al resto de las obras de arte, que sea tal que no se encuentre en las cajas de brillo del supermercado.
Esta ha sido una ilusión metafísica que ha permanecido durante largo tiempo y que el propio mundo del arte ha echado por tierra, al producir obras de arte que nada tienen en común, desde el punto de vista de sus cualidades estéticas, con las obras de arte tradicionales. Obras como Brillo Box, o Fuente de Duchamp, ponen de manifiesto que las cualidades estéticas no definen el arte.
Obras de arte y convenciones
La pregunta que Danto se formulaba era la siguiente: ¿Cómo puede distinguir el mozo del almacén de una galería de arte entre las obras de arte y otros objetos funcionales? Esta pregunta tiene sentido a la luz del hecho de que existen obras de arte que son idénticas a objetos funcionales: Fuente era un urinario y Brillo box una caja de detergente. La respuesta es que podría hacerlo solo bajo dos circunstancias: 1) que se explicitara mediante una etiqueta u otro signo distintivo (por ejemplo, que las obras de arte estén sobre una peana) cuáles son las obras o 2) que el mozo del almacén conociera la convención que ha llevado a considerar a determinados objetos como obras de arte.
Si se da el caso 1, a saber, que hay algún signo distintivo que distinga a una obra de arte de lo que no lo es, entonces el mozo de almacén conocerá la convención de considerar a tal objeto como obra de arte. Una parte de la sociedad se dedica a decretar qué es o no una obra de arte, son los productores de esta convención. El resto de los miembros de la sociedad relegan en estos productores esta función. Por su parte, el mozo de almacén se convierte en un consumidor de dicha convención.
Sobre este mecanismo de las convenciones hemos hablado ya respecto del significado de los nombres propios. Recuérdese que para el caso de los nombres propios los productores de la convención eran aquellos miembros de la comunidad lingüística que habían tenido conocimiento del nombre de un objeto a través de una referencia demostrativa, esto es, con un dedo señalando a un objeto acompañado de la expresión: «esto se llama A». Es decir, en el caso de las convenciones que gobiernan el uso de nombres propios, lo que diferenciaba a los productores de los consumidores, es que hubieran tenido conocimiento directo del objeto al que el nombre en cuestión se refiere.
En el caso de las obras de arte el saber por contacto directo qué objetos son una obra de arte no convierte en productor de la convención. Referirse a un objeto mediante un nombre determinado y considerar a un objeto como perteneciente a la clase de las obras de arte son convenciones y, como tales, tienen semejanzas. Sin embargo, no son el mismo tipo de convenciones. Las convenciones lingüísticas no necesariamente involucran una autoridad lingüística de un grupo de hablantes; las convenciones que rigen el estatus de obra de arte, por el contrario, están caracterizadas por la existencia de algún tipo de autoridad que decreta qué son y qué no son obras de arte.
Se trata de un grupo de expertos (artistas, críticos de arte, directores de galerías, marchantes, teóricos del arte, etc.) que están, desde esta perspectiva, en una posición asimétrica con respecto a los consumidores de tales convenciones. Incluso cuando los consumidores tienen algún contacto con las obras de arte mismas, consideran a estos objetos como tales por deferencia a los expertos, en muchos casos con un alto grado de contrariedad.