Dolor y placer
En el artículo de ayer comenzamos una serie en la que nos comprometíamos a resumir en cuarenta puntos la doctrina moral epicúrea. En realidad, por sincerarnos, el trabajo ya lo hizo Diógenes Laercio, así que le expoliamos vilmente. Confiamos en que tuvieran razón los epicúreos y que la muerte no sea nada para nosotros, puesto que nos disolvemos y nos hacemos insensibles, por lo que el bueno de Laercio no se podría enterar de nuestro latrocinio.
En cualquier caso, y por refrescarnos un poco la memoria, en el artículo anterior, a parte de la muerte, asegurábamos —o mejor dicho, lo hacían los epicúreos— que la divinidad era completamente feliz y que, por tanto, ni se indignaba, ni atendía a reclamos, ofrendas o peticiones. Ni influía ni se dejaba influir por nada que no fuera él. También referenciábamos la idea epicúrea respecto al placer y al dolor, de los cuales el segundo desaparecía frente a la presencia del primero. Por último, veíamos que no se podía vivir sin placer si se vivía justa, honesta y sensatamente. Y, a la inversa, es imposible una vida placentera si se vive injusta, deshonesta e insensatamente.
Resumidas, esos son los cinco puntos que vimos anteriormente. Así que, sin más preámbulos, pasemos a los que nos toca ver hoy (que, os adelanto, van a ser otros cinco).
6. El poder y la realeza son un bien porque funcionan como mecanismos de seguridad frente a las demás personas. Nos otorgan determinada capacidad para aguantar sus envites y disminuye nuestra necesidad de ellas, cuando menos para nuestra supervivencia (manutención, habitación, etc.).
7. Por lo anterior, muchas personas trataron, y tratan, de hacerse famosos y poderosos. De suerte que si es verdad que han conseguido la antedicha seguridad habrán conseguido sus objetivos; de lo contrario, no habrán conseguido nada. Es decir, por sí solas, según estos dos puntos, poder y realeza no sirven para nada. Su objetivo, el único válido, debiera ser el logro de esa seguridad, si no tan sólo será vanagloria.
8. Por su esencia, ningún placer puede ser considerado un mal. Ésta sería una de las bases del epicureísmo. Sin embargo, aseguran —y no podemos más que asentir— que muchos bienes procuran más daño que placer, nos traen tantos disgustos que lo doloroso supera lo placentero.
9. Si todos los placeres durasen lo mismo y participaran del todo de la misma forma, es decir, se dirigiesen a la misma cosa, al mismo sentido, etc., no podríamos diferenciar los unos de los otros, por lo que todos serían el mismo. Evidentemente, existen distintos placeres atendiendo a su duración, al objeto y a cómo afectan al sujeto. Sin embargo, según esta tesis, la referencia al objeto, al supuesto producto del placer, no importaría siempre y cuando la duración y consecuencia del placer fueran las mismas.
10. Si «los placeres de los disolutos» les aliviaran por completo y para siempre del miedo «a los objetos celestes, la muerte y los sufrimientos, y les enseñara además el límite de los deseos, no tendríamos nada que reprocharles a ellos, saciados por doquier de placeres y carentes en todo tiempo de pesar y dolor, de lo que es en definitiva el mal».
Imagen: lucilius.aprenderapensar.net