La banalidad del mal
El 16 de febrero de 1963 la prestigiosa revista The New Yorker presentó la primera parte de una larga crónica respecto a los que sería uno de los juicios más famosos de la historia, entre otras cosas por ese reportaje. El que se desarrolló en Jerusalén y culminó con la condena a muerte del teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, encargado del transporte a los campos de concentración y exterminio. La autora del reportaje fue la filósofa Hannah Arendt, una de las grandes del siglo XX, y acuñó una de las frases más desasosegantes a la que nos podemos enfrentar: la banalidad del mal.
Eichmann, uno más
A través de los ojos de Arendt, descubrimos que uno de los mayores asesinos de la humanidad, una de las personas encargadas de llevar a cabo lo que se conoce como “la solución final” y que tenía como fin el exterminio del pueblo judío, no era más que un funcionario, arrogante, corto de luces y que cumplía órdenes. Era feliz en su trabajo porque era eficiente y sus superiores le fueron ascendiendo de grado, hasta llegar a teniente coronel. Pero no era un ser de perversa inteligencia, superior en intelecto a la media y predispuesto a hacer el mayo mal posible por el mero hecho de hacerlo. No era, ni mucho menos, un Hannibal Lecter.
Asegura Arendt que a pesar de los intentos del fiscal por presentarlo como un monstruo, cualquiera podía darse cuenta que de ser algo, Eichmann, de ser algo, era un payaso. Algo que, a la vista de sus crímenes, del mal que había desplegado durante su vida, era muy difícil de asimilar.
Sólo cumplía órdenes
La defensa de Eichmann era asegurar que sólo cumplía órdenes, que él era un burócrata, una pieza más del engranaje, que debía realizar su función lo mejor posible para que el sistema siguiera moviéndose. Nada más. Y, lo más desasosegante, es que era verdad. Incluso aunque disfrutase con sus actos, no era más que la satisfacción por el trabajo bien hecho.
Es habitual que los diferentes agentes que trabajan a favor de la “ley” y se exceden en sus funciones, o sencillamente las cumplen como deben pero, tales funciones, son de por sí excesivas, se justifiquen asegurando o bien que simplemente siguen órdenes, y por tanto, ellos no son culpables más que de hacer su trabajo o, también, que si ellos no lo hicieran lo harían otros con menos escrúpulos. Así que si su trabajo es torturar a una persona, mejor que lo haga él y no alguien sin ningún miramiento.
Es cierto que la inmensidad de los crímenes de Eichmann nos separa de él, nos permiten asegurar que no somos como él. Pero, sin embargo, si analizamos sus pronunciamientos, su personalidad, porqué actuó él, y otros como él, y la gran mayoría del pueblo alemán, nos descubrimos a nosotros mismos al final de la cadena.
Y esto es lo verdaderamente desasosegante. Imaginar que nosotros no somos tan diferentes que ellos, que el diablo no existe y que el mal es banal. Es decir, al alcance de cualquiera. Sí, de ti, de ti también.
Imagen: joseluismolinuevo.blogspot.com.es