El ser humano y la muerte
El miedo a la muerte, el sentirse finitos, es una de nuestras principales características como humanos. Hasta que se demuestre lo contrario, somos los únicos seres que saben que van a morir. Así que no es un miedo meramente biológico, no es sólo la necesidad de seguir vivo para procrear, mantener la especie… es un miedo existencial. Y, como tal, ha ocupado buena parte de la historia de la filosofía y del pensamiento en general.
La muerte y la filosofía han estado siempre intrínsecamente ligadas. Desde los primeros filósofos presocráticos, la muerte ha sido un tema de reflexión constante. ¿Qué es la muerte? ¿Es el fin de la existencia o simplemente un cambio de estado? ¿Es algo que debemos temer o algo que debemos aceptar como parte natural de la vida? Estas son preguntas que han ocupado a los pensadores a lo largo de los siglos.
Pero, ¿por qué temer la muerte?, se preguntaban los estoicos, si cuando estamos vivos no existe, no es, y cuando morimos somos nosotros los que no existimos. Si nunca nos cruzamos con ella —salvo con la de los demás, a través de su ausencia—, ¿por qué temerla?
O si se cree en la existencia de una vida más allá de la muerte, si se entiende a ésta como la puerta a un más allá; o en la transmigración de las almas, por la que la muerte de un cuerpo simplemente es el paso al nacimiento de otro… En definitiva, en la inexistencia de la muerte como final, ¿por qué temerla?
La muerte en la cultura y en la religión también juega un papel fundamental. En muchas culturas, la muerte no es vista como un final, sino como un paso hacia una nueva existencia. En la religión, la muerte es a menudo vista como el paso hacia la vida eterna. Estas creencias pueden ayudar a las personas a enfrentar su miedo a la muerte, a aceptarla como parte de la vida y a encontrar consuelo en la idea de una existencia después de la muerte.
Y, aun así, a pesar de las múltiples formulaciones, a pesar de las diferentes aproximaciones, de los intentos de enfrentarse a ella, nunca se ha conseguido vencerla, por lo menos como especie. Es cierto que tal vez existan individuos que no la teman (aunque habría que analizar esta afirmación más a fondo), pero el ser humano sigue temblando ante su nombre, ante su inevitabilidad y su aparente irrazonabilidad. Pero hay algo más.
En uno de sus cuentos, el escritor argentino Jorge Luís Borges nos presenta unos seres que son como los humanos salvo en una importante característica: son inmortales. Y, aunque se puedan parecer en todo lo demás, ese detalle les hace completamente distintos. Dejan de sentir empatía, pierden toda capacidad de sentir lástima por cualquiera de sus semejantes puesto que cualquier cosa que les suceda sólo será temporal. Da igual que alguno de los miembros de esa especie se quede 100 años colgado de un barranco, sólo serán 100 años, o 1000, da igual, ¿qué más da si es la eternidad lo que les espera? Claro, los únicos inmortales son ellos, no la naturaleza que les rodea.
Pero los seres humanos somos mortales, y nos reconocemos como tales entre nosotros. Es precisamente este reconocimiento, este saberse finitos y reconocer la finitud en nuestros semejantes lo que nos hace simpáticos, esa simpatía smithiana por la que somos capaces de comprender la situación del otro, de com-padecernos con él.
Así que la muerte, eso a lo que tememos, que nos provoca buscar subterfugios y elaborar teorías para soslayara, para hacerla menos temible e incluso para convertirla en algo amable, en lo que no es (¿qué es?), es precisamente lo que en buena medida nos hace humanos. Su inevitabilidad, el ser un límite insoslayable al que todos nos enfrentaremos, nos une, nos convierte en seres patéticos capaces de sentir lo que siente su semejante porque es lo mismo que sentimos todos.
La muerte, en última instancia, nos define como seres humanos. Nos recuerda nuestra mortalidad, nuestra finitud. Nos obliga a enfrentar la realidad de nuestra existencia y a buscar significado en nuestras vidas. Nos une en nuestra humanidad, en nuestra capacidad para sentir, para amar, para sufrir, para esperar, para soñar. Nos hace conscientes de la preciosa brevedad de la vida y nos impulsa a vivir cada momento al máximo. Porque, al final, la muerte es una parte ineludible de la vida, una realidad que todos debemos enfrentar. Y es en esta confrontación con la muerte donde encontramos nuestra verdadera humanidad.
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