Bueno y malo
Escribía Terencio en su Heautontimorumenos que:
«las cosas son lo que de ellas hace el que las posee: buenas, para quien sabe usarlas, malas, para quien las usa mal»
Es decir, que per se ni son buena ni son malas, simplemente son. Será cómo se haga uso de ellas que caigan dentro del campo del bien o del mal. Algo así decían los estoicos para los que el dolor, la muerte, cualquier mal que se nos pueda ocurrir no está más que en nuestra mente. Que si somos capaces de darnos cuenta de ello, de que el torturador no nos puede dañar si no queremos, incluso aunque nos esté horadando el cuerpo con punzones, entonces, descubriremos que el mal o el bien están en nosotros. También era de opinión similar Platón cuando aseguraba que el injusto nunca puede ser feliz, mientras que el justo lo será aunque esté en el potro de tortura. Por lo mismo que decía Terencio, por lo mismo que al enfermo del estómago todo lo que toma le sienta mal.
Estas ideas no son tan caducas como puede parecer, puesto que el cristianismo ha pregonado esa idea, apostando por el alejamiento de las pasiones, por volverse a sí mismo para seguir el camino hacia Dios, como nos aconsejaba San Agustín. Abandonando la parte animal de nosotros, para dejar volar la divina, el alma, sacarla de la cárcel que es nuestro cuerpo. Así, también descubriremos no que el mal no existe, sino que no nos puede ni debe afectar, que debemos estar por encima de él, más allá de él, de manera que nos convirtamos en intocables, como así lo fuera Jesús en el desierto ante las propuestas del diablo.
En la filosofía oriental, especialmente en el budismo, encontramos una visión similar. El Buda enseñó que el sufrimiento es una parte inherente de la vida, pero que podemos liberarnos de él a través de la práctica de la meditación y la adopción de una vida ética. Al igual que los estoicos, los budistas sostienen que nuestras reacciones a las circunstancias, más que las circunstancias mismas, determinan nuestra experiencia de sufrimiento o felicidad. En otras palabras, el bien y el mal residen en nuestra mente, en nuestra interpretación y respuesta a los eventos de la vida.
En la psicología moderna, encontramos ecos de estas antiguas filosofías. Los psicólogos cognitivos, por ejemplo, sostienen que nuestros pensamientos y creencias sobre nosotros mismos y el mundo determinan en gran medida nuestras emociones y comportamientos. Si cambiamos nuestros pensamientos, podemos cambiar nuestras emociones y comportamientos. De manera similar, los terapeutas de orientación existencial sostienen que, aunque no podemos controlar muchos de los eventos de la vida, siempre tenemos la libertad de elegir cómo responder a ellos.
Es cierto que en la actualidad no es esta la corriente dominante, por lo menos en occidente. Sin embargo, sí que sigue manteniendo cierto encanto. Que podamos controlar el mal porque depende de nosotros, sería un superpoder muy apetecible. Pero, ah, claro, tiene truco.
Esta capacidad, como todo superpoder, conlleva una gran responsabilidad, sólo podría ser mantenida alejándonos de las pasiones, dejando de sentir, o minimizando lo que sentimos. Porque, como dijo Horacio:
«a quien le atormenta el deseo o el miedo, su casa le agradará tanto como un cuadro a un legañoso, o un ungüento a un gotoso»
Y en una época donde la moderación brilla por su ausencia, es difícil dejarse no atormentar ya sea por el deseo, ya sea por el miedo.
Por otra parte, los descubrimientos científicos, que focalizan buena parte de la sensación de dolor en la genética, hasta el punto que ciertas personas, gracias o por culpa de determinado gen, son incapaces de sentir dolor. Lo que podría en cierta medida darle la razón a Terencio y compañía. Si el dolor, en última instancia, depende de nuestra constitución física, ¿dónde podemos situar el mal o el bien si no es en nuestro interior?
Claro que esto sólo mostraría cierta luz respecto al daño físico, ¿qué haríamos con el moral? ¿También depende de nosotros? ¿Tampoco existe?
Imagen: devocionalescristianos.org