Filosofía Medieval – Segunda Parte
Esclavo de sus deseos pero en Dios pensando, fue un pecador y un santo.
San Agustín(354-430), obispo y doctor de la Iglesia Católica, es uno de los representantes más notorios de la filosofía escolástica.
Su obra es el esfuerzo por incorporar el pensamiento platónico a la tradición filosófica cristiana.
En su libro “Confesiones” expresa su pensamiento sobre la vida y el mundo a través del camino de su búsqueda espiritual.
De personalidad apasionada, se dejó llevar por una vida desordenada y sin freno para los apetitos de la carne y tuvo un hijo natural.
Su madre era católica y su padre ateo, mientras él se debatía esclavo de sus instintos en la duda sobre la verdad.
San Agustín se reconoce como una persona con la experiencia de una infancia infeliz; se gozaba con la maldad pero se daba cuenta que nunca hubiera hecho esos daños estando solo, porque eran para divertirse con sus compañeros.
En su juventud, amaba a las mujeres pero se odiaba a si mismo, porque lo hacían sentir vacío, y cuanto más vacío más hastiado se sentía.
Enseñaba el arte de la retórica y viviendo siempre con alguna mujer sin casarse, pero guardándole fidelidad a cada una.
En su búsqueda de la verdad se interesaba por la Astrología porque sentía un gran aburrimiento de vivir y un gran temor a morir.
Se daba cuenta que las cosas mundanas no tienen permanencia, son inestables y fugitivas.
Amaba la paz de la virtud y odiaba el vicio, porque advertía en la virtud la unidad, la verdad, la racionalidad y el bien, y en la sensualidad, lo irracional, y el mal.
A San Agustín lo preocupaba el origen del mal y participó en una secta maniquea basada en un dualismo radical: materia-mal, espíritu-bien, cuyo origen tiene elementos judaicos y gnósticos del budismo.
San Agustín fue nueve años maniqueo, ya que en el Medievo las corrientes de Oriente influyeron en el cristianismo creando varias sectas.
Desilusionado se traslada a Roma para enseñar retórica, al oír que los jóvenes de ese lugar eran más sosegados en las clases, gracias a una rigurosa disciplina.
Estando en Roma se enferma y piensa que son las plegarias de su madre lo que le curan el cuerpo, esperando para más tarde recibir la cura de su alma.
En Milán conoció al obispo Ambrosio que influyó mucho sobre el y lo determinó a abandonar a los maniqueos.
San Agustín quería tener de las cosas invisibles una certeza absoluta porque se sentía incapaz de imaginárselos sin una forma corpórea.
No podía aceptar la verdad sólo creyendo, porque se sentía defraudado de las creencias y ahora le costaba aceptar otra cosa.
Pero finalmente sintió preferencia por la doctrina católica que a veces creía con fuerza y otras con debilidad, y comprendió que debía encontrar la verdad apoyándose en la autoridad de las Escrituras, prefiriendo la lectura del apóstol Pablo.
Se preguntaba ¿de dónde viene el mal? si Dios hizo sólo cosas buenas.
Las cosas buenas son las que se corrompen, las cuales no podrían corromperse si fueran realmente buenas, porque sólo de esa manera serían incorruptibles.
El mal no es sustancia ninguna porque si lo fuera sería un bien. No existe el mal en ninguna parte, sin embargo, en las partes singulares del mundo hay elementos que no convienen con otros y por eso se dicen malos, porque cuando sí convienen se dicen buenos.
Veía que lo inmutable es superior y mejor que lo mutable y así llegó a conocer el ser de las esencias.
Sin embargo todavía se sentía aprisionado de una voluntad perversa que nacía de su apetito, al que se había acostumbrado y que era la causa de su necesidad, que lo mantenía esclavo de la carne.
Hasta que un día oyó la voz de un niño que le decía: “Toma y lee, toma y lee”.
Leyó entonces en el códice del Apóstol lo primero que vieron sus ojos que decían:…no cuidéis de la carne con demasiados deseos… Recibid al débil en la fe.
En ese momento se convirtió San Agustín, cuando ya no abrigaba ninguna esperanza en este mundo.