El mito del minotauro – Teseo y el minotauro
Se cuenta que, en una ocasión, Pasifae, esposa del rey de Creta, Minos, incurrió en la ira de Poseidón, y, este, como castigo, la condenó a dar a luz a un hijo deforme: el Minotauro, el cual tenía un enorme cuerpo de hombre y cabeza de toro. Para esconder al «monstruo», Minos había mandado a construir por el famoso arquitecto Dédalo el laberinto, una construcción tremendamente complicada de la que muy pocos conseguían salir, escondiéndolo en el lugar más apartado.
A cada luna nueva, era imprescindible sacrificar un hombre, para que el Minotauro pudiera alimentarse, pues subsistía gracias a la carne humana. Sin embargo, y cuando este deseo no le era concedido, sembraba el terror y la muerte entre los distintos habitantes de la región.
El rey Minos tenía otro hijo, Androgeo, el cual, estando en Atenas para participar en diversos juegos deportivos, al resultar vencedor fue asesinado por los atenienses, obcecados en los celos que sentían tanto por su fuerza como habilidad. Minos, al enterarse de la trágica noticia, juró vengarse, reuniendo a su ejército y dirigiéndose luego a Atenas, la cual, al no estar preparada para semejante ataque sin previo aviso, tuvo pronto que capitular y negociar la paz.
El rey cretense recibió a los embajadores atenienses, indicándoles que habían asesinado cruelmente a su hijo, e indicando posteriormente que, las condiciones para la paz, eran las siguientes: Atenas enviará cada nueve años siete jóvenes y siete doncellas a Creta, para que, con su vida, pagaran la de su hijo fallecido. Los embajadores se sintieron presos por el terror cuando el rey añadió que los jóvenes serían ofrecidos al Minotauro, pero empero no les quedaba otra alternativa más que la de aceptar tal difícil condición. Tan sólo tuvieron una única concesión: si uno de los jóvenes conseguía el triunfo, la ciudad se libraría del atroz atributo.
Dos veces había pagado ya el terrible precio, pues dos veces una nave de origen ateniense e impulsada por velas había conducido, como se indicaba, a siete doncellas y siete jóvenes para que se dirigieran así a ese fatal destino que les esperaba. Pero, sin embargo, cuando llegó el día en que, por vez tercera, se sorteó el nombre de las víctimas a acudir a tal suerte, Teseo, único hijo del rey de Atenas, Egeo, se arriesgó inclusive a arriesgar su propia vida con tal de librar a la ciudad de aquel horrible futuro. Por tanto, al día siguiente, él y sus compañeros se embarcaron y, el rey, al despedir a su hijo, le comentó entre lágrimas y sollozos que pusieran, en este caso, velas blancas cuando regresase. Partieron, y, a los pocos días después, llegaron a la isla de Creta.
El temido y salvaje Minotauro, recluido en el laberinto, esperaba su comida hambriento. Empero, y hasta el día y la hora previamente establecidos, los jóvenes y las doncellas debían permanecer custodiados en una vivienda, situada a las afueras de la ciudad.
Esta prisión, en la cual los jóvenes eran tratados con la magnanimidad únicamente reservada a las víctimas de los sacrificios, estaba rodeada en sí por un parque que confinaba con el jardín en que las dos hijas de Minos solían pasearse (Fedra y Ariadna).
La fama del valor y de la belleza de Teseo había llegado incluso a oídos de las dos preciosas doncellas, y, sobre todo Ariadna -la mayor de ellas- desea fervientemente conocer y ayudar al joven ateniense.
Cuando, finalmente y tras pasar algunas jornadas, consiguió verlo un día paseando en el parque, lo llamó y le ofreció un ovillo de hijo, indicándole expresamente que representaba su salvación y la de sus compañeros, en tanto en cuanto entraran en el laberinto, deberían atar un cabo a la entrada, y a medida que penetraban en él lo irían devanando regularmente. De tal forma que, una vez muerto el Minotauro, podrían enrollarlo y encontrar así el camino hacia la salida.
Comentándole ésto, sacó de los pliegues de su vestido un puñal y se lo entregó a Teseo, indicándole que estaba arriesgando su vida por él, pues si su padre se enterara de aquello que estaba haciendo, entraría en una cólera y furia inmensas, y le dijo luego que, en caso de que triunfara, la salvara y la llevara con ella.
Al día siguiente, el joven ateniense fue conducido junto a sus demás compañeros al laberinto, y, cuando se halló lo suficiente dentro para no ser visto, ató el ovillo al muro y dejó que el hilo se fuera devanando poco a poco, mientras que, la salvaje bestia, mugía terriblemente presa de la inmensa hambre que tenía.
Teseo, sin embargo, avanzaba sin temor alguno, y finalmente, al entrar en la caverna, se halló frente al terrible Minotauro. Con un espantoso bramido, la bestia se abalanzó sobre el héroe de hoy, que hundió su puñal sobre el cuerpo algo débil del Minotauro. Con un espantoso bramido, y después de llevar a cabo unas cuantas apuñaladas más, el monstruo lanzó un último gemido.
A Teseo, por tanto, únicamente le quedaba enrollar de nuevo el hilo para recorrer el camino a seguir para poder salir de allí. A partir de este momento, no sólo habría salvado incluso a sus compañeros de su terrible destino, sino que incluso habría salvado a su propia ciudad.
Pero cuando la nave estuvo lista para marchar, Teseo, a escondidas, condujo a bordo a Ariadna y también a su bella hermana. Durante el viaje la nave ancló en la isla de Nassos para refugiarse de una furiosa tempestad, y, cuando los vientos se calmaron, no pudieron encontrar a Ariadna, buscándola por todas partes… pero sin encontrarla: se había perdido y se había quedado dormida en un bosque en el que, poco después, fue encontrada por el dios Dioniso, quien la hizo su esposa y la convirtió en inmortal.