Filosofía
Inicio Historia de la Filosofía La existencia del yo

La existencia del yo

Publicado por Esteban Galisteo Gámez

La existencia del yo ha sido un tema controvertido en la historia de la filosofía, al menos desde la Edad Moderna. Desde que Descartes dijo que el yo existe indudablemente, otros han venido y han dicho que Descartes había errado y que no tenía derecho a hablar del yo. Otros más pensaron que la argumentación de Descartes era defectuosa y, en definitiva, han habido reacciones para todos los gustos. En este texto trataremos, no obstante, tres perspectivas al respecto. La primera, la que funda el problema, es la de Descartes. Posteriormente, pasaremos a dos concepciones anticartesianas en este sentido. Una que da una respuesta negativa, al menos parcialmente, la de David Hume. La otra es mucho menos conocida, pero da una respuesta positiva: la de Gottlob Frege.

La existencia del yo

Fue Descartes quien un buen día dijo que había descubierto la existencia del yo. Si no recuerdo mal, el famoso filósofo francés se encontraba en una cabaña, alimentándose de queso. Sea como fuere, Descartes buscaba una verdad indudable y la que encontró (o creyó encontrar) era que su yo existía. Para llegar a esta verdad había utilizado las reglas de su método. Siendo breves, la historieta es más o menos como sigue. Monsieur Descartes, siguiendo su método, comenzó a dudar de todo, hasta de que 2+2 = 4, hasta llegó a algo de lo que no podía dudar, a saber, de que estaba dudando. ¿Y por qué no dudaba de esto? Muy sencillo, porque entonces estaría dudando de que estaba dudando y de nuevo estaría dudando. De modo que dudar de que estoy dudando me lleva al hecho indudable de que estoy dudando. Descartes no se quedó en ese punto de la reflexión, así que la desarrolló algo más.

Dudar es pensar… al menos en el vocabulario de Descartes. Así que si no puedo dudar de que dudo, no puedo dudar de que pienso. Ahora bien, si hay pensamiento, ha de haber algo que piensa porque, obviamente, los pensamientos no pululan por ahí solos e independientes. Estos han de estar contenidos en las cosas pensantes, de modo que las dudas, los pensamientos, los dolores, los picores, etc. implican la existencia de cosas que dudan, que piensan que sienten dolor, etc. Pero, mira tú por dónde, continúa Descartes su reflexión, resulta que la cosa que piensa… al menos en este caso, es la misma cosa a la que llamo «yo»… ¡Eureka!¡La cosa que piensa soy yo! Y así llegó a la gran verdad, una de las máximas formuladas en latín más populares de la historia: «cogito, ergo sum»… «Pienso, luego existo». Descartes llamó a su yo «cosa que piensa» y dijo que en el mundo se podían distinguir, sin no nos poníamos excesivamente estrictos, tres tipos de cosas: «la cosa infinita» (Dios), «la cosa que piensa» (el yo) y «la cosa extensa» (el cuerpo).

En definitiva, la cosa a la que Descartes llamaba yo era una entidad que pensaba pero que no era corpórea, porque había otra cosa a la que llamaba «mi cuerpo» y que distinguía, según aseguraba, de la cosa a la que llamaba «yo». Este «yo», pensaba Descartes, podría existir sin su cuerpo… aunque nunca aclaró cómo.

Sin embargo, Descartes cantó victoria con demasiada rapidez. David Hume, el sabio ateo de Escocia, resulta que también reflexionó sobre el asunto. Él se empeñó en buscar a su yo, y resulta que solo encontró picores, dolores, frío, luz y cosas así. Según parece, el filósofo escocés no encontró nada a lo que llamar «yo«, ninguna de sus impresiones se correspondía con tal cosa. No obstante, Hume solo negó la existencia de su propio «yo», ya que Descartes bien podría tener uno, aunque habría que creerlo con cierta cautela.

Más tarde, aunque no fue muy conocido, Gottlob Frege llegó a encontrar a una representación a la que podía llamar «yo» o, al menos, en la que parecía ser que él estaba fatalmente situado, más allá de su voluntad. En efecto, Frege se dio cuenta que entre las formas y colores que percibía, había unos zapatos, seguidos de unas piernas y un cuello. También observaba unos brazos, desde cierta perspectiva. Asimismo, era consciente de la punta de una nariz y de la punta de una barba. Al parecer, el yo de Frege se encontraba «atrapado» en esa representación y no podía situar a su conciencia, libremente, en ninguna otra, por ejemplo, en la flor roja que podía observar desde una ventana. Esa era la cosa a la que llamaba su yo. No obstante, a Frege nunca le resultó escandaloso que pudieran existir pensamientos, como entidades independientes de la conciencia particular de un individuo. Es más, para Frege era escandaloso que alguien pudiera suponer que los pensamientos eran dependientes de la conciencia particular de cada individuo.