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El Por qué de la guerra

Publicado por Malena

Albert Einstein invitó a Freud a intercambiar ideas sobre la posibilidad de evitar a los hombres el destino de la guerra; y le expuso su punto de vista, el cual coincidió en buena parte con lo que el afamado psiquiatra pudo decir al respecto, en su respuesta de fecha setiembre de 1932.

En primer lugar, Freud se refirió a la relación que existe, citada por Einstein, entre el derecho y el poder.

Desde su perspectiva, el poder era el equivalente de la fuerza bruta del hombre desde el principio de los tiempos. Los pequeños grupos humanos eran dominados por el más fuerte hasta que posteriormente esa fuerza fue reemplazada por las armas.

Las armas y la superioridad intelectual reemplazó a la fuerza para lograr que los oponentes resignaran su posición; y para mantener este resultado en forma definitiva se eliminaba al enemigo, estrategia que además servía de escarmiento y liberaba a los vencedores de los peligros de la venganza.

El derecho se impuso a la fuerza bruta cuando se reconoció que la unión de los débiles podía compensar la mayor fuerza de un solo individuo. Por lo tanto, el derecho es el poder de la comunidad que no difiere tanto del poder de un individuo solo, porque utiliza los mismos medios y tiene los mismos fines.

Para que ese poder pueda ser mantenido, la unión de la comunidad debe ser duradera y conservarse organizada y vigilada, siendo la base el reconocimiento de sus miembros, el desarrollo de vínculos afectivos entre ellos y el sentimiento de pertenencia al grupo.

Esto sólo funciona en la teoría, porque en la práctica las leyes son hechas por la clase dominante y se produce una desigualdad en la distribución del poder y de la riqueza.

Si el derecho no es respetado por los privilegiados, porque eluden las restricciones de las leyes, ni por los oprimidos en su lucha para que el derecho sea igual para todos, se producirá una rebelión o una guerra civil, que significa la supresión del derecho y el regreso a la violencia; hasta eventualmente se logre un nuevo orden legal. Por lo tanto, es inevitable que los conflictos de intereses, incluso dentro de una misma comunidad, lleven a una solución violenta.

La historia de la humanidad abunda en conflictos entre distintos grupos humanos, que en forma invariable se transformaron en guerras.

Sin embargo la guerra no sirve para lograr una paz duradera, porque las partes unidas por la fuerza seguirán estando en conflicto.

Freud y Einstein llegan a la misma conclusión: las guerras sólo se pueden evitar si se establece, mediante un acuerdo, un poder central, el cual tendrá la responsabilidad de solucionar todos los conflictos de intereses.

La Liga de las Naciones fue ideada con este propósito, pero lamentablemente no tiene poder autónomo. Sin embargo es el primer intento de evolución del hombre para mantener el estado de derecho y abandonar el uso de la fuerza.

Einstein se daba cuenta lo fácil que resulta entusiasmar a los hombres para ir a la guerra, como si existiera un instinto de odio y destrucción en ellos que favorece las contiendas.

Con su teoría de los instintos, Freud pudo explicarle esta tendencia humana.

Existe en el hombre el instinto de muerte o agresión, que tiende a destruir y matar; y el instinto de vida, que tiende a conservar y unir, que representan la antítesis entre el amor y el odio y el bien y el mal, universalmente conocidos; que son la característica de la vida.

Es imposible eliminar las tendencias agresivas del hombre, pero sí estas tendencias se pueden desviar hacia fines socialmente aceptables.

Quizás la evolución cultural sea un proceso orgánico, ya que produce modificaciones psíquicas notables e inequívocas, como el fortalecimiento del intelecto que comienza a dominar la vida instintiva y la interiorización de las tendencias agresivas con sus ventajas y desventajas, que son las que hace que la mayoría de los intelectuales, sean pacifistas y rechacen las guerras.

Para Freud, tal vez con el tiempo, todos se vuelvan pacifistas cuando la evolución cultural los alcance.

Fuente: Obras Completas de Sigmund Freud, Libro III, página 3207.