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Amores que matan

Publicado por Esteban Galisteo Gámez

El título de este post tiene un carácter figurativo, es decir, nada vamos a hablar de amor, sino de política. Concretamente, vamos a hablar acerca del amor a los partidos políticos. Para hacer tal cosa, vamos a utilizar un caso concreto, bien conocido para el que escribe estas líneas: el caso de la España actual, la España en la que esta mañana me he levantado. Aquellos lectores que no sean españoles no tienen de qué preocuparse ya que, con toda seguridad, lo que vamos a tratar aquí podría ser extrapolable a su país.

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El movimiento se demuestra andando. Este símbolo es una versión republicana de uno de los símbolos del PSOE creado, creo, por las Juventudes Socialistas. Es una muestra palpable de que el síndrome de Estocolmo del partido en el afiliado oculta un amor a los símbolos. Y el hecho de que algún afiliado haya dedicado tiempo y esfuerzo a crear este símbolo de cara a la regeneración de su partido, pone de manifiesto una pérdida de tiempo y esfuerzo que bien se podría dedicar a realizar el ideal que el partido, de hecho, no profesa.

El desengaño amoroso y la abstención

Cuando una persona, en una democracia de partidos, elige una opción determinada puede tener diversos motivos. Uno de ellos es que esté enamorada de ese partido. Los partidos se presentan a las elecciones con un programa y se supone que el contenido de ese programa es lo que se va a llevar a cabo en caso de que tal partido llegue al poder. Si fuéramos seres racionales 100 %, lo que no es el caso, leeríamos todos y cada uno de los programas, los evaluaríamos, los analizaríamos y votaríamos por aquel que más se acercara a nuestros intereses.

Sin embargo, en muchos casos, el voto está orientado hacia una opción política determinada porque la amamos. Lo más seguro, en estas circunstancias, es que ni siquiera hayamos leído su programa político. El único razonamiento aquí es: «es el partido X, mi partido, y por eso lo voto». Las causas de que alguien se enamore de un partido pueden ser variadas y podemos citar algunos ejemplos tomados de la realidad.

En el caso de España, por ejemplo, existen partidos con una tradición gloriosa, como el PSOE, cercana a las mayorías trabajadoras y muchas personas en España aman a este partido porque, en casa han aprendido a amarlo. Este es el caso de la mayoría de los descendientes de muchos votantes y afiliados del PSOE que fueron represaliados durante la Guerra Civil Española (1936-1939) y la posterior dictadura franquista (1939-1975). En otros casos, ha ocurrido que gracias a personas carismáticas que le ponen cara a los partidos, muchos votantes han acabado enamorándose de estos. Siguiendo con el PSOE: Alfonso Guerra y Felipe González, primero, y José Luis Rodríguez Zapatero, después, fueron personajes de este partido que consiguieron enamorar a bastantes votantes, esto es, consiguieron bastantes votos acríticos (en el caso de Zapatero fueron llamados «votos útiles»).

Pero no todo voto acrítico es un voto incondicional. La diferencia entre uno y otro se observa cuando el partido político traiciona a sus votantes. Algunos votantes acríticos se desengañan. Como se habían enamorado de determinado partido y este les ha traicionado, piensan que todos los partidos políticos son igualmente traidores. El desenlace es la abstención política, esto es, no votar (lo que no quiere decir que todo el que se abstiene lo haga por un desengaño amoroso).

El síndrome de Estocolmo del partido y sus dos variantes

Aunque no todo voto acrítico sea un voto incondicional, lo cierto es que todo voto incondicional es acrítico. Cuando un partido político traiciona a sus votantes y estos mantienen su voto y confianza hacia ese partido, entonces estamos ante una especie de síndrome de Estocolmo del partido. El síndrome de Estocolmo puede ser definido, brevemente, como el desarrollo de un sentimiento de lealtad y de un vínculo afectivo por parte de la víctima de un secuestro hacia su secuestrador. En política se observa como personas que han votado a un partido que ha traicionado su programa han seguido votando al mismo una y otra vez, sabiendo que este les traiciona. Es el caso de los votantes y es una de las variantes del síndrome de Estocolmo del partido.

La otra variante es la que afecta a los afiliados al partido, a quienes no solo se les traiciona una y otra vez, sino que también se les ningunea y explota (las bases de los partidos políticos están para pegar carteles y pelearse por ahí por sus colores). En este caso, el síndrome está mucho más arraigado, ya que aunque estos afiliados ven día a día que el partido político nada tiene que ver con sus anhelos políticos, sus ideales e intereses, se empeñan en «regenerar el partido». Y aquí es donde se ve que existe un amor irracional hacia los partidos políticos. Para comprender esto, vamos a descender a los detalles.

¿Qué oculta querer regenerar un partido político desde dentro?

Cuando los afiliados a un partido político invierten sus fuerzas en la regeneración de su partido, están poniendo de manifiesto que están enamorados de un logotipo (o isologotipo), de unos colores, de una bandera y de una tradición que veneran. De este modo, el querer regenerar un partido desde dentro oculta un amor irracional hacia los símbolos de este y hacia su pasado, el cual es un símbolo más.

El amor que profesan hacia tales símbolos les lleva a intentar cambiar el contenido de los mismos, sin percatarse de que lo realmente importante no es que determinados símbolos pierdan o recuperen el contenido que tenían, sino el contenido mismo con independencia de los símbolos a través del cual se represente. En otras palabras, participar en política tiene sentido para cambiar el mundo en el que vivimos, no el partido al que estamos afiliados. Regenerar el partido es desviar el objetivo y malgastar fuerzas. Y ahora el ejemplo de España.

En el actual debate acerca del referéndum sobre la monarquía y la república, el PSOE (el partido que más militantes por amor atesora, con toda seguridad) se ha declarado republicano aunque «comprometido con la corona», es decir, contrario a la celebración del referéndum y partidario de la monarquía. Buena parte de sus militantes, sin embargo, son republicanos y quieren dicho referéndum.

Así que el contenido real de esas siglas no es el contenido pretendido por buena parte de sus afiliados. Y aquí es muy patente el amor al partido: el afiliado se supone que está en un partido político por lo que este defiende y representa, por su contenido. Cuando este contenido cambia, hay dos opciones: 1) abandonar el partido y crear uno nuevo o buscar, entre los que hay, uno con contenidos más similares a los que estamos dispuestos a suscribir y 2) regenerarlo. La primera es bastante cabal. La segunda es un desperdicio de las fuerzas, ya que el contenido que cada militante suscribe, que era lo importante, queda en un segundo plano frente a la regeneración del partido, esto es, frente al intento de que unas siglas, un logotipo y unos colores representen algo distinto a lo que de hecho representan.